Desde mi infancia me atrajeron esas casas grandes, antiguas, con sótanos y altillos. Recorría una y mil veces sus pasillos llenos de escondrijos y tesoros a descubrir. Escaleras que no llegaban a ningún lado y otras a lugares pequeños, oscuros, que paralizaban mi corazón. Pero que no me hacia detenerme sino escudriñar en sus rincones buscando, solo por el hecho de buscar y encontrar algo que de repente me maravillara y valiera la pena toda esa zozobra del principio.
Fueron interminables los recorridos, esos altillos llenos de telarañas, polvo, apenas luz que entraba por ventanas casi destartaladas. Sótanos que me llevaban a sentir la ansiedad de seguir y la paralización de lo no esperado, de lo tenebroso, de lo escondido en algún rincón, o detrás de una caja, armario, espejo.
Fueron días maravillosos, y tenebrosos. Pero vividos con intensidad e ingenuidad.
Por momentos no sabía como salir, donde encontrar el camino que me llevara fuera de esos recovecos, escaleras y pasillos interminables.
Pero salí.
Y aquí estoy desde fuera mirando nuevamente la casa, con todos sus misterios recorridos y ya encontrados.
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